Gaviotas volando. (Arturo Daussá Lapuerta)

   Aquella mañana Chantal apenas desayunó, tenía un nudo en el estómago, continuamente apretaba la lengua sobre los labios y estos contra sus dientes produciéndose una sensación de pequeños mordisquitos. Ante situaciones desconocidas siempre solía hacer este gesto, como si quisiera machacar sus temores. Era un respingo represivo, una de sus obsesiones fruto de miedos de su infancia ante oscuridades de alcoba.

   No había dormido, estuvo inquieta ante la pregunta del por qué Alfredo había quedado con ella ese viernes a mediodía, en el restaurante de la marina de Beaulieu-sur-Mer para almorzar; claro que le dijo que a media tarde tenía una cita de negocios en Cannes y era mejor así, después de comer cada uno podía ir a sus cosas y ya se verían al atardecer en el apartamento. Pero eso no la convenció, en realidad todo era muy raro, temía que le tuviera que dar una mala noticia y para amortiguarla decírsela en uno de sus rincones favoritos, sino ¿a santo de qué todo eso? Debía resolver esa cuestión antes de que se convirtiera en otra obsesión.

    Habían pasado casi dos meses desde el estreno del apartamento de Mónaco; noviembre ya finalizaba y no había adelantado la relación, parecía que estaba otra vez todo parado. Después de la visita de sus amigos recién casados, Jaime y María del Mar, abrigaba la esperanza de  que Alfredo al verlos decidiera dar el paso, pero esa ilusión con el transcurso de los días se iba diluyendo, como un ciclón se lleva la arena, al tiempo que crecía esa duda que era ya casi obsesiva.

   Hacía un día frío, pero a esa hora y con ese sol daba gusto pasear, el mar  estaba en calma, solo pequeñas olas de juguete lamían suavemente la orilla, la playa estaba desierta. Caminaba por la zona de tierra de nadie, la que a veces pertenece al mar y otras a la tierra firme según la bravura de las olas, esa frontera franqueada por un espacio de pequeñas conchas nacaradas que se parten al pisarlas, y sobre las que el sol rebota lanzando pequeños destellos dorados. Le daba placer oír el ruido seco de sus pasos, como si pisara encima de trozos de vajilla machacada, su mente no paraba de viajar por el camino de la duda y la desazón, y ya no sabía si tenía más ganas de verlo o saber de una vez el misterio de la cita. Entonces de sopetón oyó su voz, se giró de inmediato parándose delante de él, y lo miró en silencio.

   —¿Qué hace esta atontada por esta hermosa playa? —Le dijo Alfredo extendiendo los brazos hacia ella y mostrando una amplia sonrisa.

   —Y ¿qué hace un tío como tú, citando a una pobre chica en un lugar tan solitario como este?… —a pesar de que sus palabras resbalaban subidas en un tobogán risueño, las dijo en un tono distinto del habitual.

   Alfredo al instante notó que algo le pasaba, y se preguntaba si había sido buena idea la cita en ese rincón que a ella tanto le gustaba. Había estado muchas semanas volviendo a dudar una y otra vez si pedírselo o no, a fin de cuentas tampoco estaban tan mal como estaban.  El anillo casi se había desgastado de tanto voltearlo entre sus dedos. Si se decidía quería hacerlo de una forma original, quien sabe: ponerlo dentro de una tarta, deslizarlo desde el techo, en el asiento de un avión, debajo del agua, mil y una manera singulares, pero todas le parecían una horterada, la realidad era que en el fondo todo eran excusas para dilatar el evento, pero claro, había pasado demasiados días navegando en el mar de la duda, y sospechaba que ella quizás estuviera esperando algún paso adelante, o ¿quizás no? Nada más le quedaba un camino, ya que solo si tiras la piedra en el pozo sabes si hay agua o está seco.

   Por fin se había arriesgado y decidió simplemente pedírselo sin ninguna coreografía especial, y eligió para ello esa playa que ella tanto quería.

   La miró directamente a los ojos, denotó un cierto aire de alejamiento y un iris colorado que descubrían una noche de desasosiego, bajó los brazos y permaneció en silencio, solo roto por el lejano graznido de las gaviotas y el respirar del mar. Aspiró hondo, el olor a humedad salada le animó a esbozar de nuevo su mejor sonrisa embaucadora, y dejando resbalar las sílabas le susurró:

   —El lugar es solitario, pero no hay duda de que hasta los peces sienten envidia de mí por estar a tu lado.

   Chantal al oír esto sonrió, más que nada para ganar unos segundos, esas palabras la habían descolocado al comprender al instante que aquella cita no era para nada malo, pero entonces a ¿qué se debía toda esa misteriosa historia?… a no ser que…¿qué?… ¡qué se hubiera decidido!… ¿y si no era lo que ella deseaba?…

   Dios me lo voy a comer a besos, ¡qué ganas tengo de él! Pero era menester mantener la calma y seguir con el mismo tono. Puso la postura más sensual que supo, había que aprovechar todas las armas a su alcance y sabía que una pizca de puterío era una de ellas. Se acercó caminado lentamente con un movimiento sinuoso de las caderas, al tiempo que extendía sus brazos y movía sus manos como si fuera a enroscar una bombilla. Dejó resbalar las sílabas diciendo:

   —Ven aquí pequeño rubio…  y verás cómo esta atontada hace que esos peces no solo sientan envidia sino que se mueran de ella. —El tono ahora era el normal en ella, el de siempre, suave, tierno, pero decidido.

   Se abrazaron fuertemente,  de modo que el sobrepeso los fue hundiendo en la arena húmeda y blanda. Cuando se quisieron dar cuenta, perdieron  el equilibrio y cayeron abrazados entre grandes risotadas. Enseguida notaron el agua helada que les empapaba, pero ninguno de los dos hizo el mínimo movimiento para separarse, reían a mandíbula batiente, entonces entre risas Chantal le dijo:

   —¿Te has vuelto loco?, o es que quieres matarme de una pulmonía… o sea que eso era tu cita, el crimen perfecto una pulmonía y ¡adiós Chantal!

   —Bueno listilla lo has adivinado,  pero antes de levantarnos deja que te diga una cosa —Mientras decía esto metía su dedo índice en el bolsillo pequeño de sus tejanos, ese donde se dice que antaño estuvo diseñado para guardar el mechero o los preservativos, y continuó hablando esta vez con parsimonia:

   —Chantal dame tu mano —Habían rodado por la arena mojada llegando a la arena seca, parecían dos croquetas a punto de  sartén,  iba introduciendo el anillo en el índice de ella mientras con voz densa, enfática y ceremoniosa preguntaba:

  —¿Quieres casarte conmigo?

  A Chantal  ya no le importaba estar mojada, ni que su pelo se llenara de arena, ni que su blusa se echara a perder, se volteó hacia el cielo y extendió la mano hacia arriba, al igual que hacía cuando se miraba las uñas recién pintadas, y miró el anillo, los rayos del sol traspasaban atigrados entre sus separados dedos.

   Permanecía callada y hacía un verdadero esfuerzo para que sus lágrimas de alegría no delataran su estado de embeleso, entonces giró su cabeza y le dijo:

   —¿Quieres que me case con mi asesino? Que además antes me moja y me reboza con arena… —Entonces levantando la vista con una mirada de inocencia cautivadora, bajó su mano y empezó a acariciarle la cara, sobre su iris se reflejaba el azul del cielo.

   Ambos permanecían en silencio, solo se oía el suave vaivén de las olas de miniatura.

   A Alfredo el corazón le iba a cien por hora, boquiabierto y pasmado;  sin duda eso era un sí, un poco raro, pero al fin y  a la postre una afirmación. Aspiró profundamente y notó como el aire empapado de yodo marino con olor a brea y madera le entraba por los pulmones, al tiempo que cerrando los ojos y apretándolos con fuerza, continuaba viendo la silueta de ella  rodeada de pequeñas estrellas parpadeantes que pintaban su interior de otro color.

   Chantal oía una voz interior que le decía que anduviera por la arena, que dejara que el viento moviera su falda, que sus mejillas se llenaran de alegría, que su pelo volara y sobre todo que dejara que… ¡el mundo llegara limpia y llanamente a su corazón!

   Entonces sucedió algo, el fuerte ruido lejano  de la bocina de un pesquero levantó muchas gaviotas que pasaban volando, unas nerviosamente, otras planeando placenteramente, pero todas ellas como guardianas de aquel mágico momento que hacía volar sus obsesiones para perderlas en el horizonte.

 

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Una respuesta a Gaviotas volando. (Arturo Daussá Lapuerta)

  1. Mar dijo:

    Me gusta como describes el escenario elegido para esta historia de amor.

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