La sinonimia del ser humano (Jesús Delgado Morales)

    Podían haber sonado las doce campanadas en el reloj imaginario que colgara del inexistente capitel de la columna adosada a la escalinata, pero no fue así, en realidad apenas daban las diez de una mañana demasiado clara para estar en Enero. La biblioteca abarrotada de prendas de abrigo, de folios desperdigados, y algún que otro libro de texto de las asignaturas que componían el elenco de las materias impartidas en esta facultad adscrita a la Universidad malagueña, formaban una suerte de sitiadores que impedían el abastecimiento de los que no llegaron puntuales a la cita.

      El recién incorporado no presentaba el aspecto de un alumno tradicional, si bien podía serlo, dado que el aprendizaje durante toda la vida está más que admitido en las remozadas aulas, aunque no parecía este el caso. Los cabellos entre escasos y enmarañados, se disputaban el privilegio de esconder o desenmascarar la fisonomía del que tiene aspecto de erudito compulsivo. Sus manos pequeñas, afiladas como la daga que arrojara el insigne Alonso Pérez de Guzmán, conocido por su apelativo de “el Bueno”, en su defensa de la plaza tarifeña allá por el siglo XIII. Este hombre enjuto, de maneras delicadas y gesto adusto, se persona cada vez que tiene ocasión, es como si una llamada secreta le anunciara la hora de valerse de los libros. Se llama Manuel, y al parecer de muchos, es hombre de sabiduría excelsa. Sus manos febriles repasan las hojas amarillentas de un incunable del siglo pasado, sus ojos penetrantes se afianzan en la lectura de las líneas que tejen una maraña de signos conocidos. Tiene su propio cubículo, su lugar de estudio a pesar de ser profesor, pero de tarde en tarde y de vez en vez, sale en pos del contacto material con el ambiente cargado de una biblioteca saturada de ausencias.

     El hecho ni había pasado desapercibido,  ni había sido constatado en el orden del día. Ya anochecía, el vigilante nocturno se había personado embutido en su uniforme gris, las luces exteriores habían cedido su protagonismo a las interiores, a las que prestas para su cometido, habían sido prendidas del pecho de la cubierta acristalada que sufría los embates de la lluvia, cada vez que el pronóstico del tiempo se equivocaba. Colgado del que colgaba, se balanceaba como un péndulo de menor tamaño que el de Foucault. Aovillado sobre sí mismo en posición fetal y sujeto por una soga anudada a sus pies, se diría que quiera  practicar eso que denominan puenting, aunque en realidad pendiera de ese horrible objeto amorfo y que algunos, considerarán arte. El vigilante no se ha percatado de la situación, tal vez debido a la ya de por si monstruosa figura que decora y preside la planta baja, no ha reparado en el apéndice humano enganchado a sus vuelos.

      La lectura febril le hace sudar las manos, se las restriega con ademán nervioso, el trabajo que realiza versa sobre el estudio de algo que amen de antiguo, no deja de tener su morbo: “Análisis cuantitativos y cualitativos de la criminalidad”. El crimen es algo sórdido, pero su juego es demasiado atrayente para todos aquellos que se ven abocados a su entrega, se trate de un simple aprendiz de brujo que busque la maquinación maléfica, de un consumado asesino en serie, o de un investigador en su doble faceta: Éste que pretende desentrañar sus entresijos sicológicos, o aquel que lo ha incorporado a su labor diaria por tratarse de un policía cualquiera.

      El concienzudo profesor pretende experimentar las sensaciones ajenas en carnes propias, indaga con fruición en una materia codiciada tanto por aquellos que la sufren, como esos otros que la despliegan. Bien es cierto que el consenso no es posible, no ha lugar a acuerdos tácitos en la interpretación de un hecho, a la desvinculación emocional o a la aparente desgana con la que el legislador abruma al ciudadano. No pueden converger las sensaciones del que considera la reinserción social como la única viabilidad de la pena, y los que opinan, – quizá en un alarde de efusiva agresividad, tal vez no acorde con su filosofía en estado de reposo- que la realidad social no puede verse acometida de empirismos trasnochados. La realidad cotidiana argumenta contra los que empeñados en la constatación de las ideas, creen que han hallado la panacea a la tragedia humana.

     El profesor cesa de repente en su lectura, el sonido de una marea tenue pero viva le saca de su fiebre y le devuelve la realidad de un hemiciclo, que rebulle en los lugares donde hace un momento, solo dormitaban unas prendas dejadas en el respaldo de una vieja silla.

       No ha pretendido derrochar su ingenio en un alarde de estulticia, tal vez la posición que ocupa venga traída a colación de unos argumentos narrados en la esfera de su memoria adormecida. Le duelen las piernas y no sabe, no alcanza a comprender que fue lo que le llevó a eludir el raciocinio propio de su especie, cuando decidió colgarse boca abajo en alusión a una lámpara decadente que careciera de la menor lucidez. El vigilante se ha retirado a la zona de conserjería, saluda y despide a los que amenizan su tiempo con la complacencia de su cometido, en el ejercicio de un trabajo no docente, pero íntimamente relacionado con el culto al saber. La falsa lámpara da señales de desasosiego, cimbrea en el intento de caer de bruces con estrépito de huesos rotos, de desplomarse desmadejado el cuerpo sobre el suelo. Las luces se azoran ante tal visión y parpadean en el intento conseguido de borrar esa imagen grotesca que se refleja sobre el tablón de Derecho Procesal.

     Aún no ha abandonado su estratégico lugar, el libro que sostiene en sus manos se vuelve liviano, levita sobre una idea no preconcebida, pero que atisba aventuras desconocidas en persona de su edad. No lo arroja,  lo deposita con roce, casi susurro sobre la mesa rodada que resplandece frente al anaquel que alberga los manuales de Derecho del Trabajo. Baja un peldaño, otro más, se diría que ha decidido descender a la oscura sala de lectura, esa que cobija el polvo acartonado de unos tratados de ciencia penal. Se vuelve casi al instante, se detiene y sonríe con una mueca posesa de persona que acabara de descubrir la fórmula mágica que lleva siglos pretendiendo, y sin embargo le ha esquivado hasta el hartazgo. Decidido, alegre y apremiante sale en pos de la figura retorcida y ennegrecida de lo que alguna vez fue un árbol vivo, hoy una corteza fenecida por el fuego inquisidor de la intolerancia más abyecta; no está dispuesto a creer que se trate de otra evocación al arte más irracional.

      El campamento del Tinduf malagueño despliega su mundo de colores, de aromas ascéticos, y revuelo de farales en un intento de acomodo de estas telas, a la geografía del entorno. Son cuatro, junto a los seis o siete tenderetes que circundan el emplazamiento de las mesas de estudio, sus vivos colores se desprenden de la retina de los organizadores, quizá, tal vez, en el intento apenas conseguido de ilustrar a los congregados para que se adentren en los entresijos de la miseria. Juan Antonio y sus compañeros de la COA llevan fomentado la filia saharaui desde comienzos de la licenciatura. Por aquellos entonces, ni se hablaba ni se temía a los ya famosos y denostados planes de Bolonia, era la época en la que los nuevos adeptos a la cofradía del saber, pisaban por primera vez una sede universitaria. Ahora es diferente, ahora no ha lugar a románticas ideas de igualdades no entendidas, a fantasías de primavera árabe en un corte inglés adelantado. Las tiendas o la propia jaima, émula de la otrora, residencia de verano de Gadafi, presenta los envites de una redención a las ideas del Polisario. Hoy no toca recaudar arroz, lentejas o harina de costal propio, hoy no toca ni la lotería, si es que alguno albergaba la prosaica idea de asegurarse el provenir con esos décimos numerados. El silencio se ha apoderado del campamento dormido, de esa pléyade de artilugios propuestos por una buena causa. Mañana lo más tardar, volverán a recoger sus bártulos y pondrán rumbo a otra sede más afín a la cuestión debatida, y no compartida por Marruecos, que no está el reino alauita por la labor de converger con las ideas de Juan Antonio y sus secuaces.

     Al parecer del vigilante, el muestrario expuesto ha dejado sin espacio físico la labor de las mesas, no acaba de atisbar que pintan realmente estos despliegues, mezcla de arabescos y librerías caducas, de volúmenes escritos por autores desconocidos allende las fronteras patrias de sus lugares de residencia. Se limita a patrullar la zona, no le pagan para que enfatice sobre la alianza de civilizaciones ¿y el profesor? Aquel que tras su descubrimiento, sin que haya sido descubierto por éste, el que vela por las noches para que las mañanas no desvelen al decano. Lo dejamos enfrentado al grotesco remedo arbóreo, contemplando su hazaña como un logro largamente anhelado, y que de repente se le presenta, como si la cuestión fuera tan simple como el mecanismo de un chupete. Ya ha descendido todos y cada uno de los peldaños, ya ha sobrevolado con la vista el solidario campamento, se acerca cauto y escudriña con una sonrisa ladina el tablón de la asignatura que imparte dos veces por semana, dos horas cada día. Su sonrisa se ensancha más por lo que piensa, que por lo que ve, es como si ya degustara el sabor de la derrota ajena, extraña a sus gustos y demasiado dada a implorar las miserias de esos, que a partir de ahora, en los próximos días, verán recompensado su esfuerzo con su justo precio; el justiprecio de una solución errónea a los planteamientos inequívocos.

    “Análisis cuantitativos y cualitativos de la criminalidad”, resuena en sus oídos como corneta tocando a rebato. Criminales ha habido siempre, desde que el dios creador formuló la disyuntiva del reparto allá, por eso que llamaron edén, y que quedaba al este. Los primeros pobladores del planeta aprendieron con premura, lo que su ídolo bíblico les mostró con una quijada de asno. La respuesta de Abel, que debía ser universitario, fue contundente ante la agresión de su hermano: “No me golpees en la cabeza, que estoy estudiando”. Luego vinieron los pueblos del mar, aquellos a los que Homero signó en sus frentes el deseo de apoderarse de lo ajeno, si no, que le pregunten a Paris, hijo de Príamo, por que no dejó la testa de Menelao, el hermanísimo de Agamenón, sin coronar. Transcurrieron los años y el crimen se materializó en Roma, en la Galia o Hispania; así, los vándalos hicieron correr a los suevos y todos después huyeron ante el avance criminal de un puñado de bereberes que dieron un buen baño a Rodrigo en  el Guadalete. Los años transcurridos no trajeron una merma en la cantidad del crimen ni en la calidad, que el estudio de nuestro profesor no va de historia del derecho, más bien de derecho penal. Y ya en nuestros días, tras haber superado una tregua ficticia de los adalides de la deserción de las ideas, de la imposición de las armas, llegamos al punto muerto, un punto asesinado por la intransigencia bárbara de aquellos que sin ser extranjeros, secuestraron al raciocinio.

    El cantar del Mio Cid fue suplantado por el piar monocorde de un gorrión hambriento, que se había colado por la claraboya sin arreglo, había errado en su vuelo. Las vueltas convulsas, exasperadas no daban solución al problema planteado en la primera pregunta. En efecto, la coincidencia en el calendario gregoriano hizo converger a los alumnos de tercero y al pardal despistado en un aula desierta cinco minutos antes. No ha lugar a venturas cuando el infortunio acecha agazapado tras los visillos de un examen, no es de recibo personarse ante el tribunal, si no se viene provisto de los rudimentos necesarios para una salida airosa. El espeso, casi compacto silencio, es apenas roto por un rasgar continuo sobre el papel entregado, como lo está éste, que evidencia la envidia desatada de sus compañeros de fatigas. No en vano a más de uno se le ha revuelto el estómago, ante la certeza de un suspenso acomodaticio en un expediente impoluto. Las garras engarfiadas aferran el “pilot” de punta de gel, se resbala entre los dedos que no presentan la pericia necesaria para tan ardua misión, no son escribas egipcios acostumbrados al stilus para profanar las tabillas de cera, así que la destreza no es asunto baladí a la hora de pergeñar las ideas sobre el folio inmaculado. Una ráfaga de aire eriza la piel porosa de aquellos escogidos por el destino, el leve azoramiento apenas si brilla en las pupilas, en las rendijas ocultas tras unas lentes imaginarias. El paso lento, cansino, desesperante del ojeador se confunde con el recorrido de las manecillas del reloj, éste oráculo del tiempo ya anuncia los diez minutos que van restando a la cuenta ofertada cuando comenzaron el examen. No cruje el pupitre atornillado ni alienta la respuesta el alumno absentista, que los libros están para leerlos, y no vale solo con adquirirlos en la vecina librería.

     La marcha derrotada de calzados gastados se desliza sobre el mármol bruñido, la sonrisa siniestra del profesor se regodea ante el escarnio de los alumnos abandonados a su suerte, la que azarosa, se les ha desplegado ante la mesa del catedrático que, solícito, recoge una a una las páginas garrapateadas con mayor o menor acierto. Salen derrotados antes de enfrentarse con sus anhelos, salen vencidos antes de calzarse las grebas en sus piernas maltratadas. No habrá piedad para los vencidos, no se sacrificarán toros blancos por una victoria, que ni el propio Pirro hubiera admitido ¡Basta ya de tanto lamento! Suenen los clarines al viento y séquense las lágrimas los desconsolados suspensos.

      Dos semanas habían transcurrido cuando cundió la alarma, trece días, no más, desde que el ara del profesor se desangrara ante tanto sacrificio humano. Todos, sin una sola excepción, habían suspendido el examen; todos y cada uno de los candidatos habían sido desterrados del aprobado anhelado ¿Qué había podido ocurrir? Tal vez el colgante del adefesio tuviera una respuesta, pudiera ser que el profesor hubiera confundido las lenguas babilónicas de los evaluados para no tener que arrojar un saldo positivo. Sea como fuere, la cosa sonaba a duelo en las alturas,  y así, sucedió; una tras otro, hasta sumar cincuenta y seis, subieron las gradas que les separaban del despecho del dómine. El cubículo presentaba las entrañas de una vida dedicada al estudio, una suerte de códigos conversos se alineaban sobre las dos sillas que amueblan el despacho. Una desvencijada, cargada de años y de libros a partes iguales, la otra serena, tapizada en rojo con abalorios dorados, diríase asiento de arzobispo diocesano. Cerca de la ventana, escorado entre la cortina circunfleja, y el baúl hinchado por la humedad reinante en tan áulico lugar, se veía no un arpa becqueriana, más bien, una especie de pterodáctilo embalsamado. Los primeros en entrar, lo hicieron tácitos, sin llegar a penetrar del todo, con un rubor que les cubría el bozo sin afeitar. El profesor sentado en un sillón de respaldo alto y ajado, les mira sin conciencia y abre una boca trazada con un tiralíneas de estratega ¿Y bien? Arguye ante la presencia de los correligionarios del suspenso. Uno, el más osado, quizá el menos valiente, pero sí acaso temerario en estas coyunturas, se decide a parlamentar en nombre del grupo que ahora empuja, que se balancea sobre las punteras de una ilusión apocada, harto débil para concretarse. La mano seca, nervuda le detiene, el signo es claro, inapelable, imperativo ¡Pase y cierre la puerta!

     Seis días después hallaron el cadáver, la señora de la limpieza había notado un olor nauseabundo que provenía de la rendija a ras de suelo de la puerta cerrada. No gritó al verlo, pero sí que aulló escaleras abajo tropezando con un alumno que subía los escalones de dos en dos, y que se llevó por delante a la buena señora; ¿falleció en el hospital al día siguiente? No, fue suspendida de empleo y sueldo, que a estas alturas el que no espabila, suspende.

     La investigación llevada a cabo no arrojó más luz sobre el asunto, que la que penetraba por la ventana del despacho del decano. Se eligió al mejor en cuestiones de semejante enjundia, pero no hubo resarcimiento avanzado el mes de Junio, y es que las víctimas fueron de nuevo las mismas, incrementadas con los que obviaron la opción del parcial. Un  detalle desapercibido para los ojos no escrutadores escapa apenas sin un leve aleteo, la mosca verdosa y de brillos metálicos se había posado en la nalga del finiquitado, el díptero parecía señalar con su espiritrompa el signo borroso que adorna la extremidad, parecen unos dígitos, un 4’6.

       De nuevo todos y cada uno recorrieron el listado de una disciplina que les daba jaque mate sin excepciones. El asunto resultaba cuando menos escabroso, no era concebible que nadie hubiera superado la asignatura, tan siquiera esos portadores de lentes graduadas y peinado correcto, que atesoraban las mejores calificaciones en esto del derecho. El profesor fue llamado a consultas, la cosa deparaba argumentos de tipo internacional, de hecho el decano vestía sus mejores galas cuando se entrevistó con el estudioso de los criminales, tanto en cantidad como en calidad. No pudo extraer amen de una sonrisa, palabra o argumento que advirtiera de la posibilidad de un error en las calificaciones, por lo que no tuvo más remedio que dejarle marchar, no sin antes obtener una promesa de que en septiembre las cosas seguirían igual.

     La lámpara aficionada se había secado, el cuerpo inerte que colgaba del que a su vez pendía del techo, no había sido retirado aun, y al parecer de las evidencias esgrimidas por el decano, no habría lugar a tal descuelgue. No se sabía el motivo, ni la razón que le llevaron a prenderse del artilugio demoníaco, solo la conciencia de sus argumentos fueron testigos de ello, nunca se conocería la verdad de unos hechos con final tan siniestro.

      Los crímenes cruzaban la mente del erudito como lo hacen los ñus en el rio Mara en hora punta, los había de todas las clases, desde los perpetrados por indolentes sicarios, hasta los de la baraja, pasando por el de Cuenca. Esa obsesión por la transgresión de la norma se mezclaba con la nueva virtud adquirida tras el trance sufrido, no recordaba con claridad el efluvio sulfuroso emanado del viejo libro, no había constatado en sus cabales, que la pócima del suspenso compulsivo le había sido inoculada a través de la mirada curiosa, anhelante de descubrir los secretos de la desviación humana. No hubo pacto diabólico, ni venta al por menor de almas desvencijadas, que no hablamos de planes de futuro en las calderas de Pepe Botero, todo había ocurrido en la mente gastada de un hombre demasiado ávido de conocimiento.

     El alumnado ignorado, se había amotinado ante la deriva de sus aspiraciones, ya no le bastaban los argumentos vacuos de un examen incompleto, ni el rigor evaluativo del viejo catedrático. Sumisos pero curiosos, fueron desplegando las alas de la conciencia para acercarse a la realidad más inicua, al cotejo absurdo de que algo no cuadraba en este circulo vicioso al que se habían visto abocados. Las voces desautorizadas por mafiosas en sus métodos, dieron paso a la sensatez del que conocía los entresijos del suspenso, la veteranía solía ser un grado en la milicia trasnochada, pero aún aquí, adquiría un plus sobre los que apenas si albergaban un suspenso en derecho procesal. Un alumno se eleva entre los asamblearios y toma la palabra, ronda los veintiocho años, y éste, es su noveno en la Facultad. Los demás le escuchan con el embeleso que supone ser testigos de que alguien les supere en desaciertos, no en vano cuenta en su haber con cinco convocatorias agotadas en la asignatura de la discordia. No hay aplausos venturosos, ni cabeceos de asentimiento ante sus palabras, todos los presentes, todos los congregados ante la caja de cartón que un día albergó varios, – pocos en realidad, kilos de lentejas sin escoger, el día que Juan Antonio convocó a los asistentes a una colecta de alimentos con los que sufragar la hambruna saharaui- sin excepción se fueron levantando del suelo, una vez más pulido por esos operarios que pareciera que habían sido imbuidos de la obsesión del brillo.

     El duelo estaba previsto para las doce en el aula magna, el catedrático había designado como padrinos a dos profesores del mismo departamento cuya jefatura ostentaba, el alumno por su parte,  a un compañero que jamás había conocido una beca Erasmus, y otro que en su sexto año de carrera, aún tenía pendiente de superar historia del derecho. Las armas escogidas no fueron el argumento, ni el conocimiento, que en demasiadas ocasiones suelen llevar a error cuando de exámenes se trata. La elección se decantó por el debate sin reglas que lo encorsetaran. Toma la palabra el viejo profesor exponiendo las ventajas de su método, las bondades del suspenso colectivo sobre el compulsivo. El alumno le rebate exigiendo la presentación de credenciales admitidas por la comunidad estudiantil, no le valen las artimañas de uso: “poco desarrollado”, “falta de concreción”, “no se ajusta a lo preguntado”. El contrincante arguye que las notas no son aleatorias, que si no se demuestra el suficiente conocimiento de la disciplina, no se puede superar la asignatura; a lo que el despachado en cinco ocasiones del despacho, contesta que el conocimiento no estriba en conocer unos datos absurdos, carentes del mínimo interés. ¿En qué basa esa afirmación? Pregunta el profesor. En la incongruencia de sus pruebas evaluativas, en la latente, por no decir patente deslealtad hacia la verdad, en que sus pruebas son trampas, artilugios para cazarnos por la retaguardia. Eso es una ignominia, de hecho mi último examen versaba sobre la incongruencia del derecho penal en la corte de Carlos IV. Sí, incluso ha llegado a preguntar por la diferencia entre un cohecho impropio y una dádiva. ¿Acaso no recuerda en la convocatoria extraordinaria de diciembre, cuando la segunda cuestión versaba sobre la oportunidad de que el detenido fuera asistido por letrado colegiado, o era preferible que al tratarse de un hermano, lo asistiera éste sin necesidad de realizar un master en abogacía? Eso son argumentos banales, farfulla el acorralado profesor, no me consta que haya realizado tal pregunta. ¿Me negará –vuelve a la carga el cargado de suspensos- que corrige los exámenes con una plantilla, que resta puntos por la omisión  de una palabra concreta? ¿Qué en más de una ocasión ha preguntado por algo que ni consta en el manual, o si lo está, apenas si figura con una letra tipo Calibri de cuerpo cinco? ¡Protesto! No ha lugar, interviene el decano. El profesor debe contestar a la pregunta del alumno. Mis métodos son los que son, siempre he evaluado así, y en infinidad de ocasiones me han reconocido la validez de mi exigencia. Al final, cuando concluyen su periplo universitario, solo salen alumnos desprovistos de cualquier bagaje elemental, no serían capaces ni de arrimarse a las colas del paro. ¿Por eso es preferible suspender masivamente? ¿Considera que se motiva al alumno cuando se ve abocado a comparecer una y otra vez a las sucesivas convocatorias? ¿No se ha parado a pensar que una rebaja en el rigor, un descenso en la exigencia podría reducir el fracaso mayoritario? Me ofende con sus palabras, ¿pretende que prevarique, que conceda el aprobado general? No, solo que rebaje las pretensiones, que las pruebas a las que somete a sus alumnos sean más sopesadas, que valore lo expuesto y sume, no solo reste lo que se ha obviado.

     Tres días duró el debate, dos noches se sucedieron entre las paredes del aula que los congregaba. Una profesora fue atendida de unos espasmos, estaba embarazada de tres meses y la sesión maratoniana había hecho mella en su espíritu. Hubo intervenciones acaloradas por parte de aquellos que defendían la férrea disciplina: “Adonde vamos a llegar si tenemos que escuchar a los alumnos en sus planteamientos”, “esto es el final de la Universidad, doce años dedicado al estudio comparativo de la igualdad entre los pueblos, y ahora… esto es inconcebible”. “Me suspenden por que me tienen manía”, “”Mi examen de ciencia política estaba casi perfecto, no sé que pretende el profesor que le conteste”…De nada sirvieron los nueve años enterrados en la facultad, de menos las cinco convocatorias agotadas; la licenciatura, si obviamos la de este mundo, no se produciría. Parapetado tras las palabras obscenas garrapateadas en la puerta del aseo masculino, un cuerpo desmadejado parece lamer el último llamamiento a la insurrección civil, la frase inconclusa reza: “basta ya de mandar, desobediencia… y un signo al parecer matemático, 4’7 repujado en el pecho hirsuto del que esta vez había malgastado su última convocatoria, mientras su sangre se mezclaba con  la orina en un alarde de enfermedad renal.

     El viejo profesor está convencido que debe haber una relación más allá de la coincidencia entre sus calificaciones, y estos símbolos que albergan los dos cadáveres. No acierta a comprender si ha sido obra propia en un  estado hipnótico, producido por los efluvios desprendidos del libro que lee y que le obsesiona en demasía.  Una semana después de haberse levantado el campamento catalizador de conciencias, el péndulo humano giraba sobre sí mismo, ¿Qué hacía allí? poco le importó a los que rozaban sus cabellos al pasar debajo ¿Entonces? La pregunta quedó sin respuesta, el calendario no daba tregua, y los exámenes de Junio se perfilaban como la hacía la alumna de tercero, cada vez que tenía a mano una barra de carmín. Estaba sola, no había comenzado su primera clase y el camarero que se afanaba con unas bandejas, componía el único rastro humano. No era un tenedor que golpeara el suelo, se habría oído al encargado decir algo al respecto; percibió el sonido metálico que pugnaba por la tubería de la cisterna, y no le prestó atención, así que continúo con su cometido, que a la vista de su imagen y de su maña, no resultaría fácil de acabar. El sonido metálico se transmutó en un chirriar agónico, una llamada queda de garganta desgarrada, como si la silabeante tubería hubiera cobrado vida propia. La demudada diletante se vuelve hacia el retrete y sus labios recién pintados forman la misma “o” gigantesca que sus ojos; la tubería serpentea como si hubiera cobrado vida y quisiera ofrecerle la manzana de la discordia en un nirvana de porcelana blanca. Atrapada sin remisión trata de pedir el auxilio que no llegará más que de aquel que le rebanará el pescuezo con una navaja barbera adquirida en una tienda del centro. “Ya casi nadie las usa” le contaba el expectante vendedor al sonriente adquiriente.

     La señora de la limpieza, otra, una que no había sido suspendida de sus labores, la encontró, no gritó, no aulló, buscó sin encontrar papel para limpiar la sangre y no le sorprendió la marca que presentaba la víctima en el cuello, un 4’8 dibujado con un objeto punzante, tal vez una navaja barbera comprada en el centro. No cundió el pánico, a fin de cuentas todavía no se habían expuesto las notas en el tablón que anunciaba las desavenencias lectivas. Sí surgió en cambio una convulsa idea en la mente del catedrático, no en vano era hombre instruido en la ciencia criminal. Estaba sentado frente al pterodáctilo que decoraba la ventana, la mirada vidriosa del que imitaba a los ejemplares que debieron aterrorizar a las criaturas del Cretácico, le devolvió la que había visto del colgante pasivo. No quería adelantar acontecimientos, no era dado a la contemplación de los hechos a través de una esfera de cristal, su ciencia se basaba en el empirismo y el estudio. Consultó varios textos que versaban sobre el culto a los demonios, indagó sobre la criptografía de los signos demoníacos usados en ocasiones por los sicarios, y no halló nada que le acercara al meollo de un secreto que gritaba con dígitos, que la verdad estaba más próxima de lo que realmente suponía.

     Anochecía cuando el cristal de la cúpula crujió con estruendo, abandonando su cubículo enmoquetado con los libros no devueltos, se persona en la sala principal del claustro y comprueba con agónica certeza, que llevaba razón en sus planteamientos, el cuerpo caído no era de un alumno, se trataba del vigilante nocturno. Descendió con ansiedad los peldaños que le separaban del ensangrentado amasijo de forma incongruente, y vio la sonrisa atravesada por la lengua ennegrecida que colgaba lacerada por la comisura de los labios. El cadáver presentaba además de un lamentable aspecto, una mano engarfiada a la que le faltaba un dedo, concretamente el pulgar de la mano derecha había sido amputado, por lo que el signo era evidente: un cuatro. En ese momento comprendió que faltaba algo, que no era ese el mensaje que el muerto quería mostrarle. Evocó sus estudios en pos del descubrimiento de los resortes mentales que llevaron al asesino a cultivar la muerte asexuada, sin consideraciones de edad, pero guardando el mismo patrón, todos los asesinados eran alumnos, y todos ellos presentaban un signo matemático. Corrió raudo en pos de la lámpara de aceite disecada que pendía del siniestro símbolo colgante, y escrutó los restos andrajosos de lo que una vez fue un alumno, que suspendía en todas y cada una de las convocatorias a las que se presentaba. Efectivamente, en su dedo índice de la mano derecha a modo de sortija un cuatro, el 5 acompañante lo mostraba en el dedo anular, funcionando el corazón a modo de coma integradora de ambas cifras. No había duda alguna, el nueve era el número que faltaba, el 9 sería el acompañante de ese cuatro amputado que presentaba el vigilante. La luz iluminó sus sentidos, la serie correlativa y decimal había constituido un alegato final, una memoria de lo que supuso para el vigilante, estudiante frustrado de la UNED, la consumación de su fracaso. ¿Acaso hay mayor terror para un alumno que el suspenso que le priva de ilusiones venideras?

Conoce más sobre el autor en http://elescritor.overblog.com/

Esta entrada fue publicada en Tema libre y etiquetada , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Una respuesta a La sinonimia del ser humano (Jesús Delgado Morales)

  1. amaiapdm dijo:

    Muchas gracias por escribir, un saludo. Amaya

Tu opinión es importante