El limpiabotas de Serrano (Mª Luisa López Cortiñas)

No tenía nada mejor que hacer. Llevaba tres años en los que nunca tenía nada que hacer. Cuando decidió pasar unos días en el pueblo de sus abuelos, su intención era pasear, y descansar del descanso obligado al que le había abocado algo que llamaban crisis. Su mujer se mostró encantada de librarse un par de semanas,  de aquel metomentodo en el que poco a poco se había ido convirtiendo.

La enorme casa de pueblo estaba inundada de hiedra, y de malas hierbas, pero en vez darle un aire de abandono, tenía en sus grietas un no sé qué de esperanza. El polvo había enterrado algunos muebles, y el aire que se respiraba dentro, tenía esa putrefacción de humedad cerrada en tarro. Abrió todas las ventanas de la casa, atrancó con sillas todas las puertas, para que no pudiesen bailar al son del aire que comenzaría a correr de forma descontrolada, planta baja, primera planta y buhardilla, sumaban 500 metros cuadrados que hacían sentir a cualquiera, que estuviera acostumbrado a vivir en una caja de cerillas, en un palacio versallesco.

Una vez abierta de par en par, se dirigió al pueblo, decidió ir andando, media hora de paseo entre campos y casas de labranza, asfalto mal cuidado sembrado de piedras y baches,  perros que ladraban  y recibían curiosos al foráneo con un olfateo minucioso, saludos a personas que no recordaba haber visto en años.

Regresó a casa armado de escoba, fregonas, cubo, bayetas y detergentes, que prometían resultados brillantes  sin esfuerzo.

Llevaba días baldeando suelos, quitando polvo, abrillantando cristal, y enluciendo latones, cuando decidió subir a la buhardilla. La madera del suelo crujía, pero parecía en buen estado. Las telas de araña le recibían temerosas, y la suciedad del tiempo se incrustaba en los muebles viejos a modo de adorno. Decidió hacer un acicalado, y una revisión exhaustiva de trastos, llevó cubos y cubos llenos de agua, bajó cajas y cajas, que dejó airearse  en el inmenso porche, algunas pesaban como un demonio, y tenía la sospecha, del todo infundada, de que entre esos cartones se guardaban de forma primorosa los dibujos que hacia cuando niño, otras no pesaban nada, y recordaba los pantaloncitos cortos, y un par de largos que duraban años y años, iban pasando de hermanos mayores a pequeños, y de los pequeños a primos más pequeños todavía. Mientras cumplía esta tarea autoimpuesta, sonreía recordando los viejos tiempos, los tiempos en los que la casa se inundaba de voces y de risas, de meriendas de pan con agua espolvoreada con cola-cao, preludio de la tradicional nocilla; de los columpios improvisados de cuerda y madera, que colgaban de las ramas fuertes de los árboles, y su cabeza echaba humo al ritmo de los recuerdos que iban regresando a su memoria. Había muebles rotos para los que no imaginaba utilidad alguna, otros eran modestos, pero estaban en buen estado, y podían ser recuperados para una tercera o cuarta juventud. Un par de baúles inmensos, sucios por fuera, impecables por dentro, y así, entre cachivaches y cajas encontró el artilugio de madera. En un principio no fue capaz de identificar aquella filigrana que parecía un pódium inverso. Cuando su mirada se posó en  los cajones superiores de los extremos  que se abrían hacia arriba, encontró los cepillos, y cayó en la cuenta. Era un cajón de zapatero. Seguramente perteneció al abuelo o a alguno de sus hermanos. La nobleza y la honradez de la madera traspasaban el abandono y la mugre. Merecía una buena restauración, pensó.

Lo dejo apartado para cuando el desván estuviera habitable.

Cuando eso ocurrió, el pecho se le hinchó con el orgullo de las cosas bien hechas, cogió el cajón, y lo bajó para hacer una valoración más adecuada.

Lo primero será limpiarlo hasta no dejar mácula. Más de cuatro horas estuvo trabajando las negruras que se escondían en las filigranas, era increíble que para una creación de uso tan modesto, alguien esculpiera alrededor de los tiradores animales exóticos: jirafas, elefantes y leones, a los que no les faltaba detalle. Un gran trabajo de ebanistería, ¡sí señor!

Cuando dio por finalizada la limpieza, eran más de las dos de la madrugada. Esa noche durmió como hacía mucho tiempo no había sido capaz. Le despertó un Sol insolente que se colaba por las rendijas de la ventana, cuando miró el reloj, no salía de su asombro, las doce pasadas, no recordaba  ya la última vez que amaneció a esa hora. Había dormido casi diez horas seguidas, y cuando se incorporó del lecho, ya no le pesaban ni los kilos, ni los años, era como si a la vez que iba acicalando el viejo caserón, se fuera sacudiendo del cuerpo el peso de la vida. Por suerte no tenían cobertura, y para llamar o ser llamado, había acordado con su mujer usar el teléfono cuando bajaba al pueblo, que era al mediodía.

Después de mucho tiempo, se sentía feliz y ligero. Cuando fue a la vieja ferretería del pueblo, se quedó admirado de las antiguas maderas, y un maravilloso mueble lleno de cajones, guardianes de tornillos imposibles en un Leroy Merlin. No sabía bien lo que quería, pidió asesoramiento a un señor mayor con mono, que arrastraba sus pies por el inmenso almacén. Finalmente regresó a casa con decapante, barniz, espátula de pintor, alcohol, una caja de guantes de látex de alta calidad, y una cosa que llamaban lijas de lana de acero, grano 000 para las zonas más complicadas, y grano 00 para las superficies más grandes y lisas, que dejarían, según le contó el anciano, la madera pulida y tersa como culito de bebé.

El tiempo se iba consumiendo al ritmo del decapado y el posterior pulido. Mientras los días  agonizaban, el banco de zapatero regresaba a la vida.

Cuando el sábado decidió volver a la jungla de la gran ciudad después de casi un par de semanas haraganeando, el cajón brillaba.

Llego a su domicilio, más contento de lo que en los últimos tiempos había estado. Después de cumplir con las distintas obligaciones familiares y maritales, decidió dedicar un tiempo a su nuevo negocio.

De todas las calles de Madrid, la primera digna de estudio, y la que  más podía necesitar sus  servicios, le pareció la Carrera de San Jerónimo, ahí donde se cruzan los ladrones de guante blanco con sus  BMW,  y turistas de diverso pelaje.  Durante una semana se dedicó a recorrer la calle y alrededores,  y decidió que un negocio de las características del suyo, estaba abocado al fracaso. Los guiris cada día iban peor calzados.

La segunda opción era la calle Serrano, donde se entremezclan las señoras de alta alcurnia, las tiendas de alta gama, y hombres de negocios de diversa estirpe. Realizó la misma operación, y después de dos mañanas de estudio de campo, decidió que allí plantaría su oficina.

Ese miércoles se levantó más temprano que de costumbre, comprobó por enésima vez el material depositado en el cajón de zapatero, cepillos, trapos que no hacen pelusa, betún de diversos colores, grasa de caballo, la sección “por si acaso”. Iba bien surtido.

Por último, tenía que comprobar en el espejo su sonrisa, debía de ser amable sin ser vasalla, simpática pero sin excesos, familiar pero sin confianzas. Contempló su calva, ganada a pulso a sus cincuenta y dos años, su nariz aguileña sin vello sobresaliendo, su bigote correcto, ni bigotito mosca, ni mostacho a lo Arrocet, ropa impecable: camisa blanca, chaqueta marrón de pana, y un pañuelo gris, envolviendo el cuello como hacían los chulapos de toda la vida. Se encasquetó la boina que había rescatado de  las polillas en el pueblo. Estaba más que perfecto.

Acomodó la caja a la cintura como una lavandera de cuadro, una pequeña banqueta plegable, y cogió el metro en la estación Ciudad Jardín, la línea diez le dejará en Alonso Martínez, allí hará trasbordo para tomar la línea cuatro que le dejará en Serrano. No puede evitar mirar mal a los que se acercan a su apreciado cajón con curiosidad, y admiración. Parce ser, que están de moda las antiguallas.

Una vez llega, selecciona el punto exacto en el que ubicar su puesto, entre una tienda de ropa, y una más que lujosa joyería. Se sienta en uno de esos bancos individuales ahuyentamendigos, que han crecido en Madrid al ritmo que lo hacen los sin techo. Cuando llega el primer cliente, se pone nervioso, le ofrece el cómodo banco municipal, y saca de la nada su minúscula banqueta, posiblemente en sus tiempos fue de ordeño,  y  con soltura, comienza a embetunar, cepillar, y sacar brillo. Dos euros más propina.

A media mañana aparece un señor de los viejos tiempos que no le reconoce, es un alto cargo del ministerio de obras públicas, ese que tanto visitó cuando no tenía que ganarse la vida de rodillas. Cuando él,  Gilberto Cámara Martínez, hijo de Críspulo Cámara Solá de profesión agricultor, y de Margarita Martinez Peralta de profesión sus labores, nacido en el año 1962, en Corralitos1 provincia de Toledo, licenciado con honores en el año 86, primer universitario de la familia Cámara y del pueblo, brillante máster por la universidad francesa de Toulouse, era don. Nada permanece, decía el filósofo.

A los dos días de ejercer su nueva profesión, se acercaron unos periodistas de una cadena  nacional, le hicieron unas cuantas preguntas que eran el resumen de su vida, después le solicitaron una breve entrevista en antena, y antes de que pudiera sopesar en su justa medida los pros y los contras, esa puta  llamada vanidad contestó que sí. A él todo le pilló de improviso. Cuando se vio en el telediario de las tres,  le invadió el llanto; él, ingeniero; él, que había diseñado presas que suministraban electricidad y agua a pueblos enteros; él, que había construido infinidad de puentes que unían barrios y ciudades; él, que había proyectado  carreteras que sorteaban montañas; él, era considerado, según el breve reportaje, un ejemplo de superación  que pasaba del traje casual al de chulapo, de trabajar de pie a trabajar de rodillas, de cobrar un salario a recibir propina, de dar órdenes a recibirlas, del olimpo a la tierra en tres años.

Al día siguiente, nada más estrenó la mañana, aparecieron dos bellas jóvenes que llevaban de esas botas que llegan por la rodilla, y las hermanan con el ejército ruso; una de ellas se sentó en el banco, no sin antes darle los buenos días con una inmensa sonrisa. Cuando Gilberto estaba en plena faena, la  joven le preguntó si ese mueble tan bonito y tan retro, era de la tienda de la esquina, él, con orgullo, contestó que no, que era auténtico vintage, vintage. Al oír su respuesta, la otra joven le preguntó, si el limpiado de botas no era una cortesía de la tienda de antigüedades. Él respondió que no, y aunque aquellas jóvenes presumidas y pizpiretas ni pagaron sus servicios, y menos dejaron propina, le hicieron sentirse muy orgulloso de su cajón, de ese cajón que durante años le estuvo esperando en una esquina como el arpa al poeta, para poner cada cosa en su sitio.

  1. Corralitos no existe, pero existen muchos pueblos como Corralitos.
 Conoce más sobre la autora en http://cuentosparamatarelviernes.blogspot.com.es/
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13 respuestas a El limpiabotas de Serrano (Mª Luisa López Cortiñas)

  1. Luisa dijo:

    ERRATA: En vez decir calle Corredera Vieja de San Pablo quise decir Carrera de San Jerónimo, vamos, que he tenido un lapsus de campeonato y me acabo de dar cuenta ahora. A ver si lo puedo subsanar.

  2. Luisa dijo:

    Subsanada. Gracias.

  3. manolivf dijo:

    Me ha gustado, Luisa. Excelente narración, pero aclárame una cosa:
    qué quieres decir al final, cuando dices que el cajón de zapatero le estaba esperando para poner cada cosa en su sitio? quieres decir que por ser de origen humilde debía volver a sus orígenes? No se si lo he entendido bien…

    • Luisa dijo:

      Muchas gracias por tu comentario y por tu tiempo.
      En cuanto a lo que preguntas, no soy la persona adecuada. Yo sólo escribo el relato, lo publico, y a partir de ahí, los que tengan la amabilidad de leerlo (incluso algunos la cortesía de comentarlo) lo interpretan como consideren, es decir cualquier interpretación es válida independientemente de las intenciones del autor, en muchos casos diversas y tan esquizofrénicas como el tiempo que nos ha tocado vivir.

      • Con todo mi respeto, Luisa, te formulo la pregunta porque el relato se desarrolla muy bien y sigue una dirección hasta ese final, en el que parece replegarse sobre sí mismo. El relato sigue una línea evolutiva en la que el cajón aparece como una especie de salvavidas e instrumento revelador, con el comentario final: «Le esperaba, como el arpa al poeta, para poner cada cosa en su sitio» aludes (sin dar lugar a posibles interpretaciones libres) a que el sitio del ingeniero era ese desde el principio, entonces el cajón no es ya un «mero instrumento de ayuda» sino la «horma para su zapato» esto, siempre a mi juicio rompe la línea general del relato, porque encasilla al personaje sin aclarar ese «encasillamiento». Gracias de antemano por tu respuesta.
        Un saludo.

    • Luisa dijo:

      Hola Manoli. Gracias por tus aclaraciones y con todos mis respetos… a ver si aclaro algo o lo lio más.
      No hay lecturas o interpretaciones correctas o incorrectas, no hay nada que yo pueda aclarar. Lo bonito de leer es que cada uno interpreta el texto a su manera, y yo considero que el autor no es quien para decir esto si esto no, esto pses, bajo mi punto de vista todas son correctas.De cualquier autor que no sea yo, puedo debatir sobre un relato, poema, pero todas las versiones tienen, bajo mi punto de vista, el mismo grado de «verdad».
      Si lo que quieres saber son mis intenciones, como diría el gran Ángel González: «nunca son buenas», lo cual admite amplias interpretaciones.
      No se si aclaro algo o lo lío más. Un saludo y reitero: muchas gracias por tu tiempo y atención.
      P.D. Mi concepción de ciertas cuestiones «literarias» quizá tenga algo que ver con el disgusto que me dió Miguel Delibes, cuando dijo que repudiaba mi novela favorita entre las suyas. He de confesar, que esos juicios del autor, a fecha de hoy, no han cambiado un ápice mi devoción por ella.
      Te respondo acá porqué en el segundo post. tuyo no me aparece lo de responder. Nos vemos por acá.

  4. Ana Calabuig dijo:

    Tu relato describe muy bien la situación actual de mucha gente. La descripción de la casa del pueblo me ha traído recuerdos y la he disfrutado. La evolución del personaje me gusta por lo sorprendente. Hay mucha gente que ha tenido que cambiar su chip para sobrevivir y muchas veces el cambio de aires y el retorno a los orígenes nos ayudan a ver las cosas mas claras y darles la importancia que tienen. Suerte y saludos.

    • Luisa dijo:

      Muchas gracias Ana por comentario y tiempo. Me alegra mucho que hayas disfrutado de los recuerdos que el relato te ha suscitado. Un saludo y gracias.

  5. amaiapdm dijo:

    Muchas gracias por escribir, me ha gustado tu relato y he disfrutado de leerlo. Un saludo literario. Amaya

  6. Luisa dijo:

    Gracias Amaya por tu comentario y tu tiempo. Un saludo.

  7. carme valls dijo:

    hola no se si te acordarás de mi,soy la amiga de Rosa Carme,me ha encantado tu escrito por su descripción por su calidez y por su final

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